-Virgencita… ¡qué me quede como estaba! Así terminaba un conocido chiste.

Sin embargo, de lo que hoy tengo que hablar no tiene nada de chistoso.  Antes bien, resulta amargo. Sobre todo para quienes nos dedicamos a la defensa de los intereses de los lesionados en accidentes de tráfico y  por ello somos conscientes de la trascendencia de las últimas reformas legales llevadas a cabo que, pese a su relevancia, han pasado inadvertidas para la mayoría de los ciudadanos.  En esto, quizá, tengan algo de responsabilidad los medios de comunicación, más preocupados en vender ejemplares o titulares que en ofrecer una información de calidad y veraz sobre los asuntos que de verdad afectan a todos y cada uno de nosotros.  O quizá también tenga que ver nuestra propia morbosa curiosidad, más preocupada a veces de los oropeles y sucesos que afectan a la intimidad de nuestros personajes públicos que lo que de verdad nos atañe, que, cierto es, muchas veces es más anodino y ceniciento que lo otro.

 

Sea como sea, lo importante; aquello de lo que quiero hablar, es la infamia que se ha inferido a los intereses particulares de los accidentados.  Sí: infamia.  Lo digo sin remilgos y consciente de lo que hablo.

 

Verán ustedes: todos podemos ser víctimas en un accidente de tráfico.

Hasta las reformas legislativas a que me refiero, bastaba con que el lesionado formulase una denuncia ante los Juzgados del lugar en que se había producido el accidente para que se pusiera en marcha un proceso penal que tenía como primer objetivo la indemnización a la víctima bajo la tutela judicial.  Con arreglo a este sistema, el Juzgado competente (de Instrucción) abría un procedimiento en cuyo curso el accidentado era inmediatamente examinado por el Médico Forense, quien finalmente emitía un informe de lesiones que, por su objetividad, era comúnmente aceptado por las partes implicadas (el propio lesionado y la Aseguradora del responsable del accidente). Y así, sin necesidad de llegar a juicio se cerraban acuerdos sobre la indemnización, dado que ésta viene tasada por un baremo legal.   El hecho de que hubiera una transacción –en la que los Abogados cumplíamos un papel mediador esencial- dejaba en la mayoría de las ocasiones satisfechas las pretensiones de las partes, ahorrándoles tiempo, dinero y quebraderos de cabeza.

 

Es verdad que este sistema en muchas ocasiones hacía dejación del reproche penal que debiera hacerse sobre la conducta del causante del accidente (no es lo mismo causar un accidente por fallo de los frenos que por saltarse un stop), pero ha de decirse que constituía un medio eficaz y rápido de resarcimiento que, en la mayor parte de los casos y a un bajo coste, satisfacía las pretensiones del lesionado y facilitaba el trámite a todos los implicados: intervinientes en el accidente, aseguradoras, abogados, fiscales, jueces, etc.

 

Pues bien.  Desde mediados del año 2015 una doble reforma legal ha cambiado este sistema de forma radical.  Y ahora, dos años y medio después, hemos constatado la verdadera trascendencia de la reforma, que, si bien es verdad que ha mejorado sustancialmente el sistema de indemnización para los grandes lesionados, ha supuesto un radical empeoramiento del sistema para la reclamación de la indemnización en el caso de los lesionados menos graves.  En términos coloquiales, podríamos decir que las Aseguradoras (mediante sus grupos de influencia) han logrado meter un gol a los consumidores.  No es este lugar para explicar cómo se elaboran las normas en nuestro sistema; simplemente, créanme, los lobbies existen y saben cómo introducir en las normas pequeñas modificaciones que les puedan suponer pingües beneficios.

 

Intentaré limitarme a lo más esencial para explicar cuáles han sido las reformas, el aparente fin que perseguían y el resultado producido.  Por ello, dada la complejidad del asunto y lo limitado de este espacio, lo haré en dos artículos diferentes.

 

En primer lugar, en mayo del año 2015 se produjo una reforma del Código Penal cuyo objeto, según el propio legislador, era la agilización de la Justicia.   La reforma consistió en la eliminación de las “faltas”, sustituyéndolas por un nuevo concepto jurídico: los “delitos leves”.   Una “falta”, de forma sucinta, era un ilícito que merecía menor reproche por su escasa entidad.  Por ejemplo, un hurto de cuantía miserable; una vejación de carácter leve; o una lesión por imprudencia causada a los mandos de un vehículo.

 

Sin embargo, tras el confesado y plausible objetivo de la agilización se ocultaba la inconfesa y menos benévola intención del ahorro a costa del servicio al justiciable.   En lo que nos atañe, la reforma supuso que, de un plumazo, la inmensa mayoría de las lesiones de tráfico quedaron excluidas de la posibilidad de obtener su resarcimiento mediante la tutela judicial penal, pues toda aquella lesión que, causada por una mera imprudencia, no supusiera una pérdida de un miembro o una deformidad grave, quedaba fuera del amparo del Código Penal.

Dejando aparte criterios de oportunidad criminalística, lo cierto es que la Administración de Justicia lo que pretendió era eliminar de golpe y plumazo los 200.000 asuntos por accidentes de tráfico que se ventilaban cada año en los Juzgados.

Ello, con ser legítimo, ha supuesto a la postre la indefensión de la mayoría de los lesionados que se han visto privados de poder acudir a la tutela judicial para la reclamación de sus intereses.

 

No es que el lesionado no pueda acudir ahora a un Tribunal a solicitar la indemnización que le corresponda; no se trata de eso.  Se trata, simplemente de que difícilmente puede hacerlo a los Juzgados de lo Penal, viéndose obligado a acudir a la vía civil, mucho más cara.   Pero, además, sólo podrá hacerlo mediante el cumplimiento de una serie de requisitos previos que, como se explicará en el siguiente artículo, han dejado al ciudadano en manos de las propias aseguradoras.

 

Sólo la contratación de un Abogado especializado puede evitarlo, pero ello supone en muchos de los casos un desembolso que la víctima no puede permitirse o que, simplemente, no le merece la pena por lo exiguo de la indemnización.

En este procedimiento previo a la reclamación radica la perversión del sistema que será objeto de examen en el siguiente escrito.

 

Sólo les anticipo una cosa: la base para que el nuevo sistema, acordado por una comisión de expertos provenientes de las diferentes partes interesadas, funcionara adecuadamente era la buena fe de las Aseguradoras…

 

Quizá un exceso de ingenuidad.