Nuestros hijos son nuestra vida.  Daríamos la nuestra por ellos si fuera preciso…

Pero, ¿sabía Vd. que además un hijo le puede costar todo el patrimonio?

Un conocido poeta libanés (Khalil Ghibran) hablando sobre los hijos decía:

 

Tus hijos no son tus hijos.

                        Son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma.

                        No vienen de ti, sino a través de ti,

                        y aunque estén contigo, no te pertenecen”.

 

Muy en consonancia con la línea del pensamiento místico sufí, pero absolutamente alejado de lo que nuestro derecho dispone.  Porque nuestro Ordenamiento, precisamente, lo que dice es que nuestros hijos son tan nuestros que, mientras sean menores de edad somos civilmente responsables de cuanto hagan; de todos los daños que puedan causar a terceros… Ahí es nada.

 

Efectivamente, el artículo 1.903 del Código Civil impone que los padres (o guardadores) del menor han de responder por los daños y perjuicios que causen a terceros, y que sólo podrán librarse de esta obligación si prueban que actuaron con la diligencia de un buen padre de familia para prevenir el daño.

En la misma línea la Ley Penal del Menor anuda todas las consecuencias económicas de los hechos delictivos de nuestros hijos a nuestro propio patrimonio, sin que podamos excusarnos de otro modo que demostrando que hicimos cuanto estaba en nuestra mano para evitar la producción del hecho delictivo.

Pero, seamos claros: hay situaciones en las que es absolutamente imposible para cualquier padre prevenir nada desde el punto de vista jurídico.

Las costumbres y los modos de vida actuales corren absolutamente en contra de ello.  Por un lado la gazmoñería legislativa que impera actualmente impide a los padres “corregir razonablemente” (vulgo dar una colleja) a los hijos, pues el precepto del Código Civil que lo posibilitaba fue derogado, quizá porque la imagen de un padre dando un sopapo a su hijo se consideraba casposa y franquista.  Menos mal que en Aragón nuestro venerable Código de Derecho Foral sigue admitiendo tal figura.

Por otra parte resultaría inconcebible que un padre aplicase todas las medidas necesarias para prevenir los daños.  ¿Impediremos que nuestros hijos salgan por ahí a divertirse con los amigos? ¿Les prohibiremos que utilicen el móvil y hagan uso de las redes sociales?  ¿Habremos de encerrarlos en casa?…

Lamentablemente los “reyes de la casa” han pasado a ser los tiranos.  La sociedad, en general, ha hecho dejación de su deber colectivo de educar y corregir a los menores, que era el mejor modo de evitar comportamientos que pudieran infligir daños a terceros.   Recuerdo, siendo niño (y no en la primera infancia), haberme ganado algún pescozón de cualquier pasajero del tranvía al no levantarme del asiento para cederlo a un anciano.   ¿Qué sucedería hoy si alguien hiciera tal cosa?

Con esto hay que lidiar: por mucho esfuerzo que pongamos en la educación de nuestros hijos; en inculcarles los valores de respeto al prójimo, del sacrificio y el mérito, lo cierto es que no dejan de ser niños o adolescentes que deambulan por una sociedad que aprecia más  otros valores y que les seduce con la idea de que tienen derecho a todo y obligación de nada.  Así no es de extrañar que ya tan jóvenes se desengañen e indignen.

El problema, desde el punto de vista jurídico, estriba en que aunque moral, o éticamente, podamos no tener culpa por los actos de nuestros hijos, civilmente vamos a ser responsables y tendremos que apechar con los desaguisados de nuestros retoños menores de edad.  Salvo que se hayan emancipado (lo cual, en los tiempos que corren, es una utopía).

Vaya un ejemplo para hacernos idea del calado del asunto: mientras yo estoy trabajando en mi despacho, escribiendo estas líneas para ustedes, mi hija, que tiene trece años de edad, puede estar de paseo con sus amigas y se les puede ocurrir arrojar una monda de plátano al pasillo de un centro comercial para divertirse con los resbalones de los viandantes… Una chaladura propia de la natural falta de talento de tales edades (Galdós en una de sus novelas relataba cómo un grupo de chavales se divertía enjabonando las escaleras de la Cava Baja de la Plaza Mayor y viendo cómo los viandantes se descalabraban, así que  ¡nihil novum sub sole!)… ¿Y si un anciano pisa la cáscara de plátano, resbala y se rompe la cadera…?  Pues muy fácil: éste que les escribe (y su mujer), y los padres de las otras criaturas que acompañan a la mía deberemos pagar hasta el último céntimo de los daños que se hayan causado a la víctima.

Y, créanme, no va a servir de nada que argumente al Juez que los padres de la niña no estábamos ahí; que la hemos pretendido educar en el respeto ajeno, castigándola cuando ha sido necesario; que no la habíamos dejado salir de casa…   Porque, una vez producido el hecho, ¿cómo puede nadie probar que adoptó todas las medidas necesarias para prevenirlo si finalmente se ha producido?  Difícil, ¿verdad?  Prueba diabólica.

En esos casos uno quisiera que fuera verdad lo que decía el vate libanés y poder argumentar que en realidad mi hija no es mía, sino que lo es de su propio destino y sólo a él pertenece.   Pero me temo que tampoco sería apreciado tal descargo por el Juez. y que, al fin y a la postre, su destino será el que sea, pero el patrimonio que responde es el mío.

Si tengo contratado un seguro de responsabilidad civil como cabeza de familia, la indemnización será asumida por la Aseguradora (así como los gastos de la defensa jurídica).  Pero si el daño fue causado mediante la comisión de un delito, no habrá forma de librarnos del pago, pues por su propia naturaleza no se puede dar cobertura a los hechos cometidos de forma dolosa y por ello la Aseguradora no asumirá la indemnización.

En consecuencia, no dejen Vds. de confiar en sus hijos y de educarlos en los valores necesarios para que entiendan la sociedad en que se desenvuelven, que requiere obligaciones y deberes de todos a cambio del disfrute de derechos.  Que aprendan que no están solos en el mundo y que, fuera de casa, no son los reyes de nada.  Y, por si acaso, asegúrense de tener una póliza que cubra adecuadamente el riesgo.