No he elegido el título para hablarles de la novela de W. Faulkner o del LP de los Héroes del Silencio (lo cual me encantaría), sino como expresión icónica del problema jurídico que quiero abordar: el ruido como elemento perturbador de nuestro descanso.

Y no puedo empezar a abordar el asunto sin dejar de señalar que el español es un pueblo ruidoso por naturaleza. Basta con observar nuestras costumbres, fiestas, celebraciones, instituciones jurídicas… para comprobarlo. En los innumerables bares, casinos, tabernas, chigres, bazokis, sidrerías, tascas y demás lugares de encuentro que pueblan nuestra geografía es imposible, por lo general, mantener una conversación sosegada con nadie, pues el volumen que utilizamos para hablar los diferentes pueblos que componemos esta abigarrada nación llamada España es difícilmente superable.

Con independencia de cuestiones de idiosincrasia o de cuantos tópicos se nos puedan ocurrir, lo cierto es que el descanso en España puede verse seriamente comprometido. Sin poder ofrecer datos contrastados –lo confieso- se me hace raro que a un danés, canadiense o austriaco –por decir- se le puedan realizar de forma tan impune las tropelías contra el sueño que se perpetran en España, auspiciadas por la propia Administración. Entre otras cosas porque se me hace muy difícil pensar que las Administraciones en dichos lugares concedan licencia a establecimientos nocturnos ubicados en calles peatonales para tener terrazas abiertas ¡todos los días del año hasta la una de la madrugada y los viernes sábados y vísperas de festivo hasta las dos! Sí, sí: es la normativa vigente en Zaragoza, ciudad en la que, al menos tres meses al año, es necesario dormir con las ventanas abiertas.

Verán a lo que me refiero: como tenga Vd. la mala suerte de vivir en una zona turística; o sobre un local nocturno que tenga licencia concedida para su explotación hasta altas horas de la noche; o junto a un obrador que trabaja por las noches, va a tener usted muy difícil que se respete su derecho al descanso. Más aún, muy probablemente, cuando se queje, se le tildará de histérico, raro, displicente o intolerante porque, ¡oiga usted!, “-yo tengo mi licencia en regla y tengo derecho a ganarme la vida”; “-tengo derecho a divertirme”; “-sólo faltaría que no pudiera salir a fumarme un cigarrillo a la calle con mis colegas…” ¿Les suena? Aunque sean las dos de la mañana.

Voy al grano: los Tribunales de la Unión Europea hace tiempo que han definido el derecho al descanso como una parte del más genérico y fundamental derecho a la integridad personal y a la salud. A nadie se le puede escapar que, puestos en un fiel de la balanza el derecho a la salud, y en el otro los derechos al ocio y al ejercicio de la libre actividad mercantil, la primacía del primero no resiste competencia de los otros. Parece ser que los Ayuntamientos españoles, sin embargo, piensan otra cosa.
Más aún. Desde hace tiempo también la Jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos viene definiendo el ruido persistente y cotidiano como un ataque a la intimidad del domicilio, que, según el Convenio de Roma para la protección de los Derechos Humanos, es un “reducto objeto de especial protección”. Son varias las Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que señalan que el hogar familiar, entendido como tal reducto íntimo, merece una especial protección frente a cualquier injerencia extraña, entre la que se encuentra el ruido pues el ruido es, según nuestro Tribunal Constitucional,

“un factor psicopatógeno destacado en el seno de nuestra sociedad y una fuente permanente de perturbación de la calidad de vida de los ciudadanos. Así lo acreditan, en particular, las directrices marcadas por la Organización Mundial de la Salud. En ellas se ponen de manifiesto las consecuencias que la exposición prolongada a un nivel de ruido elevado tiene sobre la salud de las personas, así como sobre su conducta social”.

Por tanto, nadie debería tolerar no poder conciliar el sueño en su casa por el ruido de una terraza en la calle, la insidia de un vecino incivilizado o la proximidad de una industria ruidosa que funciona por las noches. Porque el daño que se puede infligir no es sólo moral, sino que puede llegar a ser físico y psíquico hasta límites insoportables.

Lamentablemente en España pelear por ello supone enfrentarse a un enorme y complejo muro de intereses, prejuicios y normas establecidas que priman el derecho del pueblo español a divertirse (que jamás discutiré) sobre el derecho del españolito de a pie a poder gozar de un hogar en silencio desde las nueve de la noche.

Ahora bien, ha de decirse que, aunque ardua y arriesgada, la tarea no es imposible, si bien tengo que advertir que ha de desempeñarse ante los Tribunales con la honda convicción de que puede ser una asendereada peregrinación de Juzgado en Juzgado hasta que se obtenga el objetivo: el cese de la fuente de ruido y la indemnización de todos los daños morales, físicos y psíquicos que hayamos sufrido. En los últimos años son ya varias las resoluciones de índole penal y civil que así lo atestiguan. Ante la Administración es caso perdido porque ésta se amparará siempre en sus propias ordenanzas, hechas la mayor parte de las veces buscando más el voto que el descanso del ciudadano.

Para ello es indispensable que se ponga Vd., si es su caso, en manos de un abogado especialista en ello –como éste que les escribe- antes de comenzar a hacer nada. Porque para aspirar a tener éxito hay que realizar una paciente y minuciosa recogida de información: mediciones de ruido; avisos a los infractores; valoración médica de los daños sufridos; protestas; requerimientos… que van a llevar un tiempo y, seguro, un dinero. Pero, créanme, es la única posibilidad porque, como ya les he dicho, en España quien quiere descansar en paz todos los días, es un bicho raro que va contracorriente y al que más de uno le recomendará que “si no le gustan las fiestas que se vaya del pueblo”, como tan ácidamente bien expresaba el maestro Gila.

Así son las cosas. ¿Verdad que no iba descaminado con el título…?