“Somos como esos viejos árboles batidos por el viento que azota desde el mar.”   (J. A. Labordeta).

En Zaragoza no tenemos la suerte de tener viento alguno que azote desde el mar, pero de aire y árboles viejos sabemos un rato.

O deberíamos saberlo, pues a la vista de las noticias que aparecen en los últimos días en la prensa local resulta que, con más frecuencia de la deseable, se nos caen  los árboles o se les desgajan ramas de importante calibre.

En mi opinión no es un problema que haya generado el actual Gobierno Municipal –aunque tampoco se intuye que haga para remediarlo-, sino que es una lacra que en esta inmortal ciudad padecemos desde hace mucho tiempo.  Se plantan especies extrañas; en el momento de hacerlo no se hace adecuadamente y las raíces se extienden y no profundizan; se podan a destiempo, mal o, simplemente, no se podan… Si a ello le añadimos un suelo blando y la habitualidad de un cierzo inmisericorde, tenemos la combinación perfecta para que el árbol no resista.

Pero aunque el asunto dé para una monografía y a mí personalmente me duela la caída de un árbol como a Ideáfix -el perro de Obélix- no escribo estas líneas para hablar de silvicultura, sino para orientar sobre las consecuencias jurídicas de un árbol caído.

El problema radica, claro, en los daños que el árbol causa al caer.  ¿Quién paga por ellos?; ¿Siempre se paga por ellos?; ¿Cómo reclamar o evitar la reclamación?

Hay que partir de la siguiente premisa: los árboles son bienes materiales que tienen dueño.  Como norma lo será el del suelo en que el árbol esté plantado, con independencia de que tanto sus raíces como sus ramas puedan dirigirse hacia otras propiedades.

Será el dueño del árbol quien deba asumir todos los daños que cause su caída.   Así lo dice el Código Civil, que en su artículo 1908 dice que responderán los propietarios por la caída de árboles colocados en sitios de tránsito, siempre que la caída no sea originada por fuerza mayor.  Esto obliga a los propietarios a cuidar los árboles al punto que no se conviertan en un riesgo para los demás, porque si el árbol finalmente se cae, se presumirá su obligación de responder por los daños que haya causado.    Entre los que habrá de contarse el coste de retirada del árbol tirado, que puede ser un gasto importante.

Esta obligación atañe también a las Administraciones Públicas en cuanto gestoras del suelo de dominio público en que crecen los árboles: calles, plazas, parques, jardines públicos, caminos, carreteras, montes… En este caso la obligación de la Administración pública de responder por los daños que cause la caída del árbol no deriva tanto del Código Civil y de su condición de “propietario”, como de su responsabilidad patrimonial, que la obliga a resarcir todo daño que sufran los ciudadanos por el funcionamiento normal o anormal de la administración pública, siempre que el ciudadano no tenga la obligación de soportar el daño o que éste no provenga de fuerza mayor.  Si la Administración es la gestora del suelo público en que crecen los árboles, es la obligada a procurar que los árboles se hallen en estado de no causar daños, incluso cortándolos, si fuera preciso.

Por tanto, si por cualquier circunstancia resultamos heridos en nuestra persona o bienes por la caída de un árbol o de sus ramas, lo primero que debemos hacer es averiguar quién es el propietario del suelo en que el árbol estaba plantado, para dirigir nuestra reclamación hacia él.  Nuestra reclamación, tanto si se dirige contra un particular por la vía civil, como si ataca a la Administración por vía administrativa, deberá contener una valoración detallada del daño y los perjuicios sufridos.

Y, ¡ojo!, que el propietario del árbol podrá alegar que hubo una “fuerza mayor”, pero deberá ser quien la demuestre.  La fuerza mayor la definimos como aquella circunstancia que es absolutamente imprevisible o, que siendo previsible, es absolutamente inevitable.  En Zaragoza no podemos decir que un viento de, pongamos, 75 km/h sea una “fuerza mayor”, pues no es nada infrecuente, pero si fuera de más de 130 km/h sí que podría ser tal.

En todo caso esa es una guerra dialéctica que deberá dirimirse ante los Tribunales y por ello mi consejo es valorar adecuadamente las circunstancias en que se produjo el siniestro antes de aventurarnos al litigio.  Por eso, cualquier fotografía; noticia del periódico; datos meteorológicos del día; descripción concreta del árbol derribado… puede tener una importancia vital con vistas a un ulterior juicio civil o contencioso administrativo.

No está de más destacar que tenemos nada más un año de plazo para hacer la reclamación.  Año que empezará a contar desde el momento en que se produjo la caída del árbol si sólo se produjeron daños en las cosas, y desde el momento de la curación (o consolidación de las secuelas) si se produjeron lesiones personales.

Por último, no dejemos de pensar en la circunstancia inversa: si somos dueños de una parcela de tierra, de un chalé…, lo somos de los árboles que en él crezcan y por ello deberemos responder de los daños que causen si un día se nos vienen abajo.  El mejor consejo es cuidarlos y podarlos de forma conveniente.  No soy jardinero, pero hay árboles que no deben dejarse crecer en altura según su naturaleza.  (Cuando comparo los plátanos de sombra de las avenidas de Zaragoza con los que hay en la mayoría de las ciudades castellanas me asombro de que en Zaragoza no se nos caigan más aún).

Y, por descontado, no está de más anticiparse al evento y contratar un seguro de responsabilidad civil que expresamente prevea la que nace de la propiedad de los árboles.  Normalmente cualquier seguro del hogar tiene dicha contingencia por poco dinero.  Tenga en cuenta la de miles de kilos que puede llegar a pesar un árbol y el daño que por ello puede causar.

En definitiva, deseemos que por muchos vientos que desde el mar azoten nuestros viejos árboles, aguanten, como en la canción; pero si se vinieran abajo, busque el consejo de un buen Abogado.